IDA
Cuando ya ni un viaje en tren me anima es que la cosa pinta mal.
Siempre ha sido uno de mis medios de transporte favoritos, siempre me ha consolado cuando tenía un problema o me ha inspirado a la hora de escribir una historia, un relato.
Pero cuando hoy me he subido en él, la ansiedad vital que arrastraba le ha ganado la partida. Lo único que me ha salvado de ahogarme por completo ha sido la sensación de estar en movimiento, de ir hacia alguna parte.
Supongo que me pasa lo que le pasa a su vez a mucha gente. La vida y esta crisis que nos llevan por la calle de la amargura. No nos permiten ni siquiera coger aire más de un minuto seguido.
En mi caso, la cosa se complica un poco más porque no desempeño trabajos manuales ni físicos, sino que mi arma principal de trabajo es mi cabeza y las palabras o ideas que puedan surgir de ella.
De momento, no he tenido que lamentar un vacío completo, pero reconozco que no estoy al 100%, que lucho por encontrar cada palabra que escribo, entendiendo más que nunca lo que significa batallar contra la página en blanco.
Si en el trabajo sobrevivo como puedo, peor lo llevo con mi producción literaria. Me encuentro en pleno punto muerto. Las ideas no salen, la inspiración no viene a verme y yo me desespero cada día un poco más. Realmente, sufro por no poder escribir.
Para un/a plumilla escribir lo es todo. Habrá quien me entienda y habrá quien piense que las palabras no valen tanto. Sin embargo, para mí lo significan todo, lo valen todo.
Desde que era una niña, mi vocación, eso que hoy no vale para nada, ha sido la de contar, primero lo que me pasaba a mí y más tarde lo que le acontecía a otros.
Por eso, ahora me encuentro en un estado de ansiedad constante y angustiante. Porque sé que hay cosas por contar, sólo que no encuentro las palabras para construir el mensaje que me gustaría hacer llegar a quien quiera leerlo.
Reconozco que no es es primer bloqueo creativo al que me enfrento, pero sí es el más triste por lo que arrastro de año. Un año en el que si no he tocado fondo emocionalmente, poco me faltará para hacerlo.
Resumen del año: "permitir una injusticia abre el camino a todas las demás". La frase ni siquiera es mía, sino de Ignacio Ferrando y pertenece a uno de los relatos cortos que merecieron ser impresos tras un concurso literario allá por el año 2005.
Sí, por una injusticia me hallo como me hallo y no logro superarlo. Más que nada porque no he podido defenderme ni hacer oír mi voz. Vamos, que se me ha condenado al silencio. Doble drama con esto de contar, de escribir, y de las palabras.
Volviendo al tema literario, motivo de principal de mi tristeza, como decía me las he visto y me las he deseado en otros momentos, pero en todos ellos había un escritor que me acompañaba en mis desvelos, ahora ni eso. Se trataba de Paul Auster, de sus vivencias, experiencias y dramas propios como escritor, que eran fuente de consuelo y comprensión.
Nadie como él para escribir sobre algo que normalmente no comprenden el común de los mortales y que se resume en una pregunta: ¿Para qué escribir?
Más allá del trabajo, soy periodista, no estoy obligada a hacerlo. Y, sin embargo, para mí es una necesidad hacerlo. Trasladar a la página en blanco las motitas negras correspondientes, encajar piezas para contar historias, que no sé si alguien leerá.
No quiero que se me malinterprete. Me considero por encima de todas las cosas periodista. No me gusta llamarme a mí misma escritora y menos sin tener un libro publicado, pero reconozco que hago mías las palabras de Auster de que todo escritor está un poco enfermo y de que busca curarse por medio de las palabras.
Lo cierto es que llevo bastantes días pensando en esto de escribir, en si tiene algún sentido hacerlo ahora que mi vida está patas arriba y trato de organizarme en semejante caos. Si es que ni siquiera tengo ganas, me digo. Las preocupaciones ocupan cada neurona de mi cerebro. No obstante, aquí sigo, intentándolo a pesar de todo, a pesar de que el sector editorial y literario también se encuentra de capa caída.
Aquí estoy, en un tren, emborronando las página de una libreta, porque no quiero hacerlo, pero sí quiero hacerlo. Valga la contradicción.
Antes, cuando viajaba en metro o en tren, las conversaciones de la gente solían darme ideas sobre las que escribir. Hoy, ni eso. El tema de conversación que todos compartimos o nos ronda por la cabeza es el mismo y creo que ya se ha dicho bastante de la puta crisis, de esta puta estafa.
Es evidente que no remontamos el vuelo, que cada vez somos más precarios, que cada vez nos desesperamos más y nos perdemos en la oscuridad de un túnel demasiado largo.
Suspiro y levanto la vista de la libreta. Miro el paisaje. Algo me serena, pero entonces recuerdo que he perdido algunos de mis mejores cuentos por culpa de esa injusticia tecnológica sufrida. Ya no los voy a poder recuperar nunca y me abruma de nuevo la tristeza.
Los escribí para alguien que sigue siendo muy especial para mí, en un buen momento creativo. Mi hermano, a quien voy a ver, me dice que no desespere, que lo importante es que conservo la cabeza y que llegarán muchos otros cuentos más. Pero a mí me apena. Cada escrito que he redactado, fuera profesional o personal, ha sido como un hijo para mí, porque los cuidaba hasta el último detalle, sobre todo porque buscaba provocar alguna sensación con ellos. Es la razón de ser de la literatura. Provocar sensaciones, despertar emociones.
Vuelvo a mirar el paisaje y a suspirar. Pienso, reflexiono, acerca de si el viaje en tren ha cumplido realmente con su cometido, despejarme un poco. He sido algo injusta. La angustia existencial made in Kafka, mada in Sartre, made in crisis económica, está ahí, pero ha quedado algo atenuada con los trazos del boli sobre el papel, y todavía me queda la vuelta, pienso, para reconfortarme.
En cualquier caso, el momento no puede ser más tópico, hasta la ropa que llevo no puede ser más tópicamente literaria.
Y venga el suspiro, no puedo evitarlos. Pienso que cuando era más joven me moría por vivir la vida bohemia que habían conocido mis escritores favoritos. Ahora ya no tengo tantas ganas. Ahora, lo que necesito es algo de estabilidad, sobre todo monetaria, económica.
Ser freelance actualmente es dar un triple salto mortal cada día, porque hay que pelear por cada artículo, por cada colaboración. No hay nada fijo. Pero por lo visto eso de aprender la lección, de pasarlas canutas, no va conmigo. Me niego a dejar de intentarlo con el oficio de plumilla.
Es curioso, he vuelto a mirar por la ventanilla y me he topado con el cartel de la autovía que va a Alicante. Una de mis ciudades más queridas, una de las ciudades más especiales en las que he podido y me ha tocado vivir.
Sin embargo, allí no escribí una sola línea. Más allá del trabajo, mi producción literaria fue cero. Y pienso si será porque allí fui muy feliz.
¿Necesita la literatura altas dosis de sufrimiento para ser verdadera literatura? Me pregunto, pero no puedo responderme, porque he llegado a mi destino y me toca bajar del tren. No obstante, sigo emborronando un poco más en la libreta, unos minutos más, mientras camino hacia la salida de la estación.
CAFÉ
He llegado demasiado pronto. Curioso, antes llegaba siempre demasiado tarde a todos los sitios. Me digo que lo mejor es matar la espera en un café. Así que busco uno de mi gusto, pido la consumición correspondiente y salgo a la terraza para poder fumar a gusto y seguir emborronando la libreta con mis garabatos.
Desde que era niña, he tenido que escuchar que mi letra era como la de un médico, ininteligible. Sonrío y levanto la cabeza para contemplar a la gente pasar.
Me pregunto qué será de sus vidas, si es que tienen vidas más allá de la asfixiante crisis. Al menos, me digo, sigo haciéndome preguntas, algo fundamental en esto de escribir. Lástima que mi tristeza no disfrute en eso de ver la vida pasar. Y sólo estamos a martes.
Porque lo peor llega con el fin de semana. Los vaivenes que he sufrido y mi limitada economía poca vida social me permiten, y con esto de no escribir las horas se me hacen eternas.
He aprendido a dejar el trabajo para la semana, intento adaptarme al ritmo laboral que sociológicamente nos hemos impuesto y establecido. De lunes a viernes.
Como venía diciendo, los fines de semana son lo peor y es cuando más echo de menos no encontrar nada que me motive a escribir. Si es que de todo sacaba punta antes de este puñetero bloqueo, de todo. Pero con el bloqueo hemos topado.
Se ha convertido en un muro que no consigo traspasar, derribar, y duele. Antes nunca me sentía sola porque llevaba a las palabras conmigo.
Más de 80 veces al día me pregunto si lograré superarlo, si todavía tendré remedio, pero las respuestas siguen sin llegar. Estoy absolutamente convencida de que me falta inspiración. De que sí, de acuerdo, el éxito es fruto de un 1% de suerte y de un 99% de transpiración, de trabajo. Pero sin inspiración ni suerte ni trabajo.
Es así, las musas me han abandonado. No sé si pretenden castigarme, pero, sea como sea, creo que no merezco semejante tortura.
Por otra parte, echo tanto de menos mi antiguo blog... Era mucho más que un cuaderno de bitácora para mí. Era un compañero fiel al que acudir y pienso si este estará a su altura, si algún día llegaré a sentirme tan orgullosa de él como me sentía de mi antiguo compañero de batallas.
He decidido que voy a trasladar aquí buena parte de los escritos que logré salvar de la injusticia tecnológica y digital. Como he mencionado, son mi criaturas y me hicieron ser mejor persona y profesional. No quiero que se queden almacenadas en una carpeta, en el ordenador.
Supongo que quiero que me trasciendan, si es que logro sobrevivir a este empezar de nuevo. Espero hacerlo y espero que este año acabe bien, más que nada para compensar tanta desgracia. No estaría mal acabarlo a lo grande igual de grande que las las hostias que me han caído.
VUELTA
He interrumpido el curso de mis pensamientos porque ha llegado la persona a la que esperaba, mi hermano, mi mejor amigo, la persona más optimista que conozco. Escribo esto ya subida en el tren.
En cualquier caso, desde que ha irrumpido en mi vida lo ha hecho con la fuerza que lo caracteriza. Tenía que devolver unos libros en la biblioteca de la universidad en la que estudia, pero desde que nos hemos encontrado la charla no ha dejado de fluir, cosa que he agradecido inmensamente.
Hemos hablado de sus estudios, de su vida, de la mía, de todos los contratiempos a los que tenemos que hacer frente, que no son pocos.
Los dos tenemos que levantar nuestras vidas y en los tiempos que corren la tarea no es nada fácil ni agradable. De hecho, buena parte de nuestra conversación se la ha llevado la crisis, el negro panorama al que nos enfrentamos más solos que acompañados.
Pero, a pesar de todo, mi hermano es de la opinión de que tras las hostias que nos hemos llevado este año ya toca remontar el vuelo. Yo no lo tengo tan claro, pero quiero, necesito, creer en ese vuelo, en que por fin la justicia y la suerte nos sonrían un poco.
También hemos hablado sobre Canal 9. Inevitable no hacerlo. Yo trabajé allí y ha sido, digo ha sido, hasta que se consiga lo contrario un medio de comunicación referencia en la comunidad en la que vivimos.
Según mi hermano, todo ha obedecido a un plan trazado que vas más allá de una simple televisión autonómica. Puede ser. Puede que todo obedezca a la consignas del partido en el gobierno por centralizar y "poner orden" en los desmanes de las autonomías.
Es decir, se trata de que todo vuelva a pasar por Madrid, de que el neoliberalismo del Partido Popular vaya avanzando en pasos y materias.
Para animarnos a sobrellevar semejantes reflexiones nuestras buenas cervezas nos hemos tomado. Con algo de alcohol en las venas, nos hemos sentido más libres para dar forma a los pensamientos con los que cada uno ha de librar cada día. Léase: la tasa de paro, la sinvergüenza de la clase política y de la propia patronal, a la que interesa sobre todas las cosas hacer precario un trabajo ya por sí escaso.
-¿Por qué no te vas fuera?
Me ha preguntado mi hermano. Y esta vez pocas razones le he argumentado en contra de abandonar este país. Es lo que están consiguiendo nuestros políticos con esto de rescatar a los bancos, que se guardan el dinero como oro en paño.
No se sabido decirle por qué no quiero irme, porque no sé si es lo que quiero tras perderlo todo, porque ya no sé si es lo que necesito para remontar, para olvidarme de este crudo año que llevo.
Es posible que mi hermano tenga razón y sea lo que necesito, si tenemos en cuenta que la inspiración no me responde porque haya quien la haya puesto en mi contra. La crisis tampoco juega a mi favor, como he dicho. Además, no tiene por qué ser para siempre, sólo por un tiempo, hasta que me recupere.
El tren sigue su marcha, haciendo las paradas habituales. Releo lo que he escrito. No quiero cambiar ni una coma. Lo he escrito según me dictaba mi estado de ánimo, el mismo al que se enfrentan miles y miles de personas cada día.
Para animarme a continuar hacia delante mi hermano me recordaba lo que tuvieron que pasar nuestros abuelos. Y salieron adelante.
-¿Por qué no hemos de salir nosotros?
Me ha dicho y yo sólo he podido sonreír, que no es poco, pero es que es un lujo tenerlo como hermano. Me apoya en todo, en todo, incluso en lo que le cuesta entender de mi vida, las personas a las que no puedo dejar de querer, pero que me han hecho tanto daño.
Casi pierdo el tren porque me costaba despedirme de él. Aunque los dos hemos mirado el reloj y nos hemos acelerado erróneamente pensando que mi tren estaba a punto de salir. No era el caso, pero hemos apurado la cerveza como si la vida nos fuera en ello.
¡Falsa alarma! Y hemos respirado, porque nos quedaban unos minutos más de charla, de consuelo. No hemos podido resistirnos a pedir otra cerveza más. Somos como niños cuando estamos juntos, pero es que se agradece escuchar palabras de ánimo, de aliento.
Al final, la despedida ha sido inevitable. Mi hermano ha sido el primero en irse y yo lo he acompañado hasta la salida, y un poco más allá. Hemos quedado en volver vernos dentro de 15 días, aunque nos queda el teléfono. Hablamos todos los días.
Sin embargo, algo se me ha roto cuando se me ha ido mi compañero de conversación, mi amigo, con el que he compartido por unas horas el espacio de una ciudad extraña para los dos. Hasta nos hemos perdido por sus calles de los enfrascados que estábamos en nuestra conversación. Una hora nos ha costado encontrar el camino que nos habíamos trazado.
Pero todo ha merecido la pena, incluso el viaje en tren. En los tiempos que vivimos es difícil no sentirse solo y vulnerable alguna vez.
Por eso, caminar, charlar, sonreír siguen sin tener precio y más cuando se tiene todo en contra y nada a favor.
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